sábado, 12 de diciembre de 2009

El debate sobre la "regulación" de la prostitución y los defensores de la libertad (patriarcal).

En realidad nos encontramos ante un debate que no existe. Si acaso se asoma con timidez, y en la dirección adecuada, cuando "salen a la luz" imágenes tan desagradables para la opinión pública como las de las prostitutas nigerianas inclinadas, sujetándose a una columna de piedra, mientras un par de tipos con vaqueros y camiseta, con pinta de turistas, las penetraban en las calles de Barcelona. Sólo entonces el entorno político-periodístico -valga la redundancia- que dirige nuestro pensamiento se para a reflexionar ante la leve molestia provocada por las fotografías en cuestión. Cada cierto tiempo leemos noticias de desmantelamientos de redes de trata de blancas en clubes de carretera perfectamente accesibles, y en esos casos nadie se detiene a preguntarse cómo es posible que decenas de mujeres esclavizadas y torturadas día tras día se encuentren a escasos metros de nosotros mientras caminamos hacia un agradable destino vacacional. Tampoco nadie se plantea si al respetable caballero que acude a esos clubes podría exigírsele cierta diligencia (por ejemplo, la significativamente denominada en la legislación civil "de un buen padre de familia", interesante paradoja) para distinguir si lo que tiene debajo es una adolescente drogada y aterrorizada o una ciudadana que en aras de su libertad le cede su cuerpo a cambio de dinero. La omisón de socorro es un delito históricamente acogido en la legislación penal, pero que desaparece curiosamente en el contexto de la moderna esclavitud y la violación sistematizada. Para contrarrestar tales noticias, que podrían perturbar la apacible conciencia colectiva, la prensa nos obsequia con reportajes como éste, que aparecía este verano en el diario El Mundo. Bajo el titular "Prostituta por gusto" el autor comienza su artículo con las siguientes palabras: "A Pernille le gustan los hombres, le gusta el sexo, le gusta el dinero. Así que hace tres años decidió combinar sus tres pasiones". Todo ello subrayado por un antetítulo destacado en un fuerte color fucsia: "Estoy harta de las feministas", a las que la tal Pernille culpa, al parecer, de no poder cobrar el paro ni tener Seguridad Social. Semejante tratamiento frívolo o directamente estúpido -la elevación a categoría de una ridícula excepción- de realidades tan complejas y escalofriantes no nos sorprende. El tono ofensivo, la indisimulada agresividad machista, tampoco.

Claro que esta clase de exhibiciones de poder patriarcal no caben cuando las fotografías que acompañan a los textos no son como la del artículo -una mujer atractiva en lencería de cuero-, sino las de las prostitutas callejeras a las que nos hemos referido. Entonces ese poder necesita ajustarse la corbata y dar una impresión más preocupada y rigurosa. Pero el debate, como decimos, se dirige adecuadamente: legalización o no. Con ello se nos presentan dos alternativas: o dejar abandonadas a las mujeres en la calle, o permitirles cotizar y cobrar el paro, como reclama la portavoz femenina Pernille.

De ahí que sea de agradecer la iniciativa de dos medios de comunicación escritos que dedican un espacio de sus números de noviembre a analizar la cuestión, aunque sea brevemente. Lo hacen desde posiciones muy distintas, pero en ambos casos abordan el problema con refrescante profundidad:

-El número de noviembre de la revista El viejo topo incluye un artículo -"Prostitución y violencia de género"- firmado por Enrique Javier Díez Gutiérrez. Nada más justo para con él que citar literalmente algunas de sus certeras reflexiones: "La prostitución no es el 'oficio' más antiguo del mundo, es la explotación, la esclavitud y la violencia de género más antigua que los hombres inventaron para someter y mantener a las mujeres a su disposición sexual"; "regular la prostitución legitima implícitamente las relaciones patriarcales: equivale a aceptar un modelo de relaciones asimétricas"; "la prostitución confirma y consolida las definiciones patriarcales de las mujeres, cuya función sería la de estar al servicio sexual de los hombres"; "¿Cómo vamos a educar a nuestros hijos e hijas en igualdad con mujeres tras los escaparates como mercancías? O, ¿es ese un posible futuro laboral para nuestras hijas?"; "Muchos hombres, en las relaciones sociales y personales, experimentan una pérdida de poder y de masculinidad, y no consiguen crear relaciones de reciprocidad y respeto"; "en nombre de una concepción del ser humano como persona, del bien común y del respeto a los derechos humanos, la colectividad ha juzgado necesario con frecuencia poner límites a la libertad individual (venta de órganos, esclavitud, uso abusivo de drogas, etc.)”; “conviene recordar que los usuarios masculinos de la prostitución no se preocupan de saber si la prostituta consiente y el libre".
Cada uno de sus argumentos, como vemos, es ejemplificador de una forma de abordar el asunto desde su misma raíz social y cultural, y no como un mero "parche legislativo" con el que dotar a las prostitutas de ciertos mecanismos jurídicos que, por mucho que se pregone en sentido contrario, no hay razones sólidas para pensar que eliminarán el proxenetismo y la esclavitud de sus vidas. Y es que cuando se plantea este pseudo debate, insistimos, siempre lo es en una dirección predeterminada. Se nos dice que con la legalización y regularización de esta actividad, "al menos" las mujeres que la ejercen contarán con cierta protección. Ese "al menos" opera como muro artificioso que delimita la discusión: con él se nos quiere decir que la única aspiración que cabe adoptar al tratar el asunto de la prostitución se queda en ese "al menos"; no es posible ser más ambiciosos, preguntarse por la raíz del problema, y tratar de poner las bases de una sociedad igualitaria en la que no sólo ninguna mujer se vea obligada, por coerción o necesidad, a dedicarse a ello; sino que las que en el ejercicio de su libertad lo deseen, no sean en modo alguno perseguidas ni estigmatizadas, pero desde luego tampoco reciban el aplauso patriarcal que tanto celebra esta concreta manifestación de la voluntad femenina, cuando tan reacio se muestra con otras disposiciones del propio cuerpo por parte de las mujeres.
Más interesante aún resulta la entrevista que en el mismo número se realiza a Laura Padilla, abogada, portavoz en Cataluña de la Plataforma de Organizaciones para la Abolición de la Prostitución. Sus palabras son esclarecedoras, comenzando porque "lo que está sucediendo con la prostitución no se corresponde ni con lo que aparece en los medios de comunicación ni con lo que se está poniendo sobre la mesa respecto a la libertad de las mujeres que deciden ejercer la prostitución". Es claro: el trabajo a pie de trinchera permite a esta profesional discrepar de esa imagen que nos transmite la televisión, cuando se jalea a una prostituta "voluntaria" para que con desparpajo nos cuente lo feliz que es y lo bien que se gana la vida, a modo de ejemplo generalizador. Pero sin duda que el aspecto más relevante de los que trata en sus declaraciones es la posibilidad de actuar contra el cliente mediante una sanción, al igual que en la Ley Sueca. Sobre esta última nos explica: "la suecas habían conseguido la igualdad, habían alcanzado prácticamente la paridad política, realmente podían acceder tanto al mercado laboral como a las tareas del hogar en igualdad de condiciones, pero muchos de los maridos, de los ciudadanos suecos que habían votado esas leyes de igualdad, querían seguir manteniendo privilegios y a través de un precio seguían sometiendo a mujeres de países pobres. Esta fue la decisión de las suecas: quisieron los derechos de los que ellas gozaban para todo el resto de mujeres". Y es que cuando hablamos de prostitución lo hacemos "de la misma libertad que reclamaría un individuo para vender a otro un riñón. Si eso se permitiera, tendríamos una larguísima cola de personas llegadas de países del Tercer Mundo". Porque, en último término, "cualquier tipo de relación sexual se produce en un ámbito de libertad, donde las dos partes van en búsqueda del placer, el placer propio y el de otro".


-En relación con todo ello, el número de noviembre de la revista jurídica Iuris, actualidad y práctica del Derecho, dedica igualmente un artículo de su número de noviembre a los "argumentos a favor y en contra de regular la prostitución". Destaca el hecho de que a pesar de tratarse de una publicación de carácter técnico o profesional, analiza la cuestión con ecuanimidad y una cierta perspectiva de género; esto es, no se queda en el cómodo "al menos" al que hacíamos referencia antes. Expone, de hecho, los cuatro modelos legislativos que podemos encontrar en el Derecho comparado: el prohibicionista (que "persigue tanto a la prostituta como al proxeneta, pero no al cliente" y al que la autora del artículo, Ana Belén del Pozo, califica como propio de “países con un Estado de Derecho débil”); el que despenaliza la prostitución y conlleva un cierto control administrativo para prohibir, por ejemplo, el ejercicio de la prostitución callejera; el sistema reglamentista, que “además de despenalizar e introducir ciertos criterios de orden, reconoce a las prostitutas derechos y deberes como a cualquier otro trabajador”; y, por último, el abolicionista que “considera la prostitución como una forma de esclavitud y criminaliza todo lo que rodea su práctica, excepto a la prostituta”.

La autora nos especifica que este último modelo, el abolicionista, “es el imperante en la normativa internacional, con las Naciones Unidas a la cabeza desde la aprobación del Tratado contra la Trata de Personas y la Prostitución Ajena de 1994. En la misma línea, se puede citar la Resolución aprobada por el Parlamento Europeo en 2006 que insta a luchar contra la idea de que la prostitución es equiparable a un trabajo”.

Y finalmente hace hincapié en un aspecto que resulta especialmente sangrante: con el Código Penal en la mano, no debería existir ningún club de carretera o local de prostitución. Ninguno, así de simple. Tan sólo podría darse el caso de que las mujeres, a título individual, la ejerciesen en sus propios pisos u otros lugares elegidos por ellas y sin intervención lucrativa de terceros. El artículo 188 del Código Penal es perfectamente claro en ese sentido:


1. El que determine, empleando violencia, intimidación o engaño, o abusando de una situación de superioridad o de necesidad o vulnerabilidad de la víctima, a persona mayor de edad a ejercer la prostitución o a mantenerse en ella, será castigado con las penas de prisión de dos a cuatro años y multa de 12 a 24 meses. En la misma pena incurrirá el que se lucre explotando la prostitución de otra persona, aun con el consentimiento de la misma.

Nos encontramos ante un artículo del Código Penal que no se aplica. Un delito que podemos apreciar a diario en nuestras calles y carreteras con carteles luminosos que, sin embargo, no se persigue.


Pero en este concreto ámbito de la realidad parece importar más bien poco la legislación nacional, y menos aún la internacional. Es evidente que no estamos ante un problema jurídico, sino de mera voluntad política, esto es, de mera voluntad patriarcal, que con la connivencia habitual de los medios de comunicación (intencionada o no, tal es el nivel medio del rigor analítico en la prensa) nos ha puesto ese techo del “al menos” para que no podamos ver más allá.

Y más allá está la propuesta abolicionista, que en Cuarto Propio juristas suscribimos sin duda alguna. Ello no supone penalizar ni mucho menos estigmatizar a las mujeres que ejercen la prostitución. Se trata, una vez más, de la construcción de una sociedad igualitaria, donde la alternativa de convertirse en carne para la satisfacción masculina, por muy bien remunerada que esté, sea cada vez más minoritaria y aun extravagante. Comportaría una amplia serie de medidas legislativas, económicas, pero ante todo educativas. Y se realizaría de manera gradual.

Sin embargo, no podemos ni debemos quedarnos en la teoría. Hay pasos que cabe ir dando, decisiones que es posible adoptar sin que se produzcan traumas ni fracturas sociales de ésas que tanto gustan, en el fondo, a los movimientos reaccionarios, pues en la confrontación es donde se sienten cómodos.

El ideario abolicionista se encuentra recogido, en realidad, en ese párrafo último del artículo 188 que no se aplica. Nadie puede lucrarse del hecho de que otra persona ejerza la prostitución, lo que encierra un indudable contenido axiológico: con ello se nos dice que no nos encontramos ante un trabajo más, sino ante una suerte de devaluación de la condición humana que atenta contra los derechos fundamentales.

¿Cuál sería la primera piedra que proponemos? Una reforma del Código Penal que tipifique la conducta supuestamente “despistada” de quienes acuden a un burdel especializado en trata de blancas. Se trataría no de castigarlos automáticamente, puesto que entraría en juego el principio de culpabilidad y el conocimiento que pudiesen tener de la situación de la víctima, sino de someterlos cuando menos a una investigación con el fin de determinar hasta qué punto no se daban cuenta de que tenían allí a una joven del este de Europa, por poner el caso, coaccionada y sometida a violaciones sistemáticas.

Ninguna dificultad habría para incluir ese apartado en entre los tipos penales. Como hemos visto, el art. 188 castiga –al menos en teoría- al que “se lucre explotando la prostitución de otra persona”. Eso incluiría al “empresario” que cede habitaciones, lavabos y comida a cambio de un porcentaje sobre el beneficio obtenido por las prostitutas, lo cual no quiere decir, por supuesto, que cualquier propietario de pisos o departamentos alquilados a mujeres que se prostituyesen fuese inmediatamente culpable, sino que, como en cualquier delito, debería acreditarse su efectiva culpabilidad, como un principio general del derecho sancionador, en primer lugar por el lucro, que sin duda va más allá del precio de un alquiler, y en segundo lugar por el efectivo conocimiento y, por ende, la efectiva participación en el negocio.

La reforma a la que aludimos iría en las mismas coordenadas: no todo aquel que acudiese como cliente a un club de carretera incurriría en el tipo. Habría que investigar las circunstancias y acreditar igualmente la culpabilidad. Pero nadie puede dudar del efecto disuasorio que esa medida tendría sobre tales delitos y, yendo más allá, cabe afirmar que provocaría un efecto de concienciación que se hace urgente e imprescindible. Debemos poner fin a la impunidad, y al silencio indigno de quienes se aprovechan de las esclavas modernas que desgraciadamente tenemos encerradas en jaulas en nuestras propias ciudades.

En cualquier caso lo lamentable es que en puridad no sería precisa ninguna modificación del texto legal. Leamos el artículo 195:

1. El que no socorriere a una persona que se halle desamparada y en peligro manifiesto y grave, cuando pudiere hacerlo sin riesgo propio ni de terceros, será castigado con la pena de multa de tres a doce meses.

2. En las mismas penas incurrirá el que, impedido de prestar socorro, no demande con urgencia auxilio ajeno.



¿A qué espera la fiscalía para, cuando se desmantela una red de trata de blancas, iniciar una investigación a fondo sobre los clientes? ¿Cuántos de ellos no habrán recibido señales de socorro, incluso peticiones explícitas de ayudas? ¿Cuántos no serán conocedores, y por lo tanto cómplices de este infame tráfico? ¿Y cuántos, de acuerdo con la diligencia normal exigible a cualquier ciudadano, no deberían haber denunciado lo que ocurría ante indicios más que evidentes?

Hoy por hoy, en nuestro país, tales respetables caballeros se limitan a buscar otro club donde encuentren renovada carne fresca de jovencitas del Este. Quizá una reforma que al menos hiciese más explícito y concreto el tipo acabaría con este "mirar hacia otro lado".


No podemos seguir así. Al igual que ocurrió en la sociedad sueca, es momento de exigir para todas las mujeres los derechos con que cuentan una mayoría. La que, afortunadamente, desarrolla su vida personal y profesional en libertad y, no siempre, en igualdad.

Iniciemos el camino de la abolición.

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