Reproducimos a continuación la comunicación que hemos presentado en el "I Congreso Internacional de Cultura y Género: La Cultura en el Cuerpo" que se celebró en la Universidad Miguel Hernández de Elche los días 11, 12 y 13 de noviembre. El título es: LA CONFIGURACIÓN DEL CUERPO DE LA MUJER POR EL ORDENAMIENTO JURÍDICO ESPAÑOL: EL DERECHO AL ABORTO FRENTE A LA LLAMADA “PROTECCIÓN DE LA MATERNIDAD”. Pronto aparecerá en las actas del Congreso, no obstante, aunque consideramos que debíamos difundirla ya a través de nuestro blog, dada la importancia que, a nuestro entender, supone la aprobación en la Comunidad Autónoma de Valencia de la -así denominada- "Ley de Protección a la Maternidad".
“El cuerpo de las mujeres es el libro abierto en que se inscriben las reglas de los pactos patriarcales” (Amorós: 2008). Estas palabras de la filósofa Celia Amorós, una de las teóricas feministas contemporáneas más influyentes, nos sirven para iniciar nuestra reflexión sobre el impacto que las recientes reformas legislativas en torno a la interrupción voluntaria del embarazo, en adelante IVE, tienen sobre la capacidad de la mujer para disponer sobre su propio cuerpo. Y es que no resulta posible desligar las iniciativas legislativas a las que haremos referencia del contexto histórico-filosófico en que se enmarca la larga lucha de las mujeres por ser dueñas de su capacidad sexual y reproductiva.
Para Amorós, el patriarcado es un conjunto de pactos elásticos, meta-estables, pero que responden a lo que llamaba Kate Millet “una política sexual que tiene efectos sistémicos sobre el conjunto de las mujeres”.
[1] Nos proponemos analizar en este trabajo en qué medida nos encontramos ante una simple manifestación del ordenamiento jurídico, aun sometida a discusiones axiológicas, o por el contrario se trata una vez más de un paso adelante en la larga lucha referida y la subsiguiente réplica de la sociedad patriarcal, al igual que ha ocurrido en innumerables ocasiones a lo largo de la historia.
Debemos comenzar pues, remontándonos a lo que se ha denominado como teoría de la dominación sexual, desarrollada principalmente por el feminismo radical a partir de los años 70 en occidente, y que hoy día consideramos vigente y de actualidad por la pertinencia, a tenor de los acontecimientos sociales y legislativos que estamos viviendo en estos momentos, de volver a reivindicar con fuerza la autonomía del cuerpo de la mujer, así como su necesidad de liberarse de servidumbres sexuales y reproductivas.
Kathleen Barry, en su estudio Teoría del feminismo radical: política de la explotación sexual sostiene que, hoy día, el cuerpo de la mujer se ha convertido en el terreno de la dominación. “El patriarcado de la familia no puede seguir sosteniendo con eficacia el control sobre las mujeres”. Ello, nos explica, es debido principalmente al progresivo acceso de la mujer a la esfera pública -acceso que le ha permitido alcanzar la independencia económica-, así como la evolución de las leyes matrimoniales y leyes de divorcio que empiezan a considerar a la mujer no como una propiedad del marido sino como sujeto de derecho. Por tanto, como “la privatización de las mujeres no puede asegurarse por más tiempo mediante la dominación patriarcal que ejerce el matrimonio (...) el cuerpo se ha convertido en el terreno de la dominación, pero no lo ha hecho reemplazando al matrimonio o a la familia como lugares de opresión patriarcal, sino operando como un terreno que cubre todas las otras condiciones. El cuerpo del que hablo es el de la mujer sexualizada” (Barry: 2005). En consecuencia, nos dice, si bien históricamente se han ido consiguiendo logros, “el control de las mujeres sobre su cuerpo, esto es, su cuerpo sexual, es un derecho que hay que exigir”.
De esta forma, vemos cómo industria, cultura, sociedad, religión, medios de comunicación... reducen a la mujer, mediante su adopción colectiva de las conductas y características sexuales, al sexo corporal. Y esta sexualización tiene una inequívoca incidencia en el tema que tratamos por cuanto, en palabras de Barry, “la reproducción forzada, es una extensión del acto de reducir a la mujer a su cuerpo y a sus funciones”.
Ya en 1949 la filósofa Simone de Beauvoir, con “El segundo sexo”, nos explicaba que la servidumbre reproductiva de la mujer es un hándicap, pero como ha expresado Celia Amorós
[2], no puede considerarse directamente la causa principal de su opresión, mas bien sería la manera en que la cultura ha redefinido el factor biológico. Según la hipótesis de Beauvoir, la Edad de los metales marcaría el comienzo del sometimiento de la mujer, al proporcionar mejores armas al hombre que le permitían ser más eficaz en arar la tierra, la caza y también la lucha contra sus congéneres. Y de los tres factores que concurren en la opresión de la mujer, ontológico, biológico y cultural, el más decisivo sería el cultural, porque mientras el hombre trasciende de lo humano en la búsqueda de valores o fines que para él son superiores, la mujer, unida a la especie por su función reproductora, se limita a dar vida, algo que en esa cultura no es un valor. Por esa razón, la mujer no alcanza la plenitud de lo humano, es la Otra. Así, dirá Simone de Beauvoir, la humanidad le concede superioridad al sexo que mata sobre el sexo que engendra. En consecuencia, la cuestión de la liberación de la mujer en el ámbito reproductivo será también una cuestión de cultura, de valores.
Años mas tarde, la aparición de los Movimientos de Liberación de las Mujeres en la década de los 70 viene a marcar el nacimiento del feminismo radical, con la denuncia de los aspectos más prescriptivos del pensamiento de Freud, elaborando toda una teoría de la sexualidad que reclamaba la autonomía del cuerpo femenino. Esta nueva forma de feminismo se define como radical porque se propone buscar la raíz de la dominación. Y acogiéndose en el seno de la izquierda contracultural, reivindicará abiertamente por primera vez el derecho de la mujer a la sexualidad y al aborto. Entre otras cosas, el feminismo radical es pionero en considerar la sexualidad como una construcción política. Como veremos a continuación, los trabajos de Kate Millet o Shulamith Firestone en Estados Unidos se encargarán de continuar y desarrollar el factor biológico señalado por Simone de Beauvoir. A su vez en España, Lidia Falcón, Aurelia Campmany o Victoria Sau serán las que completan el cuerpo teórico de este nuevo signo.
La escritora feminista Kate Millet, ejemplo del feminismo radical racionalista y constructivista realiza así la primera definición feminista del patriarcado en su también influyente obra Política Sexual (Millet, 1971 [1969]: 37): (…) “una institución que somete a la mitad femenina de la población al control de la mitad masculina”.
A partir de este momento, gran parte del movimiento feminista adopta el término patriarcado de Millet entendiéndolo como el equivalente a dominación masculina y considerándolo como la explicación a la universal opresión de las mujeres. El patriarcado es concebido en términos de estructura de relaciones de poder como sistema político. Y para su refuerzo, la ciencia funciona como discurso de legitimación del orden social entre los sexos. Millet plantea en su obra la fuerza ejercida por el patriarcado contra las mujeres como parte de la estructura de este sistema vinculándola al control de la sexualidad. De esta forma el poder patriarcal se institucionaliza en diferentes periodos históricos y países a través de sistemas jurídicos que castigan el adulterio de la mujer, que prohíben el aborto negándoles el control de su propio cuerpo, o permitiendo prácticas como la infibulación o la ablación del clítoris. Por tanto, la relación mujer-sexualidad-pecado constituirá el esquema fundamental del pensamiento patriarcal en Occidente insistiendo en amalgamar mujer y sexualidad.
Otra feminista radical estadounidense, Shulamith Firestone, en La dialéctica del sexo (1970) apunta a que la base material de la opresión de las mujeres se sitúa en el terreno de la biología. El hecho de que las mujeres sean las reproductoras de la especie dará lugar a la división sexual del trabajo sobre la que se construye el patriarcado y su ideología sexista. Por ello, entiende que la mujer, condicionada por la carga reproductiva, ha sido la clase oprimida a lo largo de toda la historia. Firestone propugna una revolución sexual paralela a la revolución proletaria, que consistirá en que las mujeres controlen los medios de reproducción, puesto que en la trampa de la reproducción está el origen de la opresión que sufren las mujeres.
En Francia, Christine Delphy, en un artículo titulado “El enemigo principal”
[3] pone de manifiesto su descontento ante los análisis realizados por el marxismo sobre la opresión de la mujer y establece las bases para un análisis de la explotación de la mujer a la que denomina “explotación patriarcal” utilizando el concepto de Millet. Como nos dice Asunción Oliva, Delphy al final de su artículo hace referencia al control de la fuerza reproductora de la mujer que para ella es la causa y el medio de otra gran explotación de las mujeres, la explotación sexual. Por tanto, se hace preciso analizar estas dos explotaciones porque en ellas actúa la relación entre capitalismo y patriarcado, poniendo el acento de esta forma en la necesidad del estudio de éste último para saber en qué medida el patriarcado es independiente del capitalismo. La mujer aparece así considerada como clase social (no sexual como ocurre en Firestone) y el análisis del trabajo doméstico como trabajo productivo. (Oliva Portoles: 2005).
En España, el objetivo de Lidia Falcón es aplicar la teoría marxista a la explicación de lo que denomina “las tres explotaciones que sufre la mujer: la reproducción, la sexualidad y el trabajo doméstico”. En su obra “La razón feminista”, considera, al igual que Delphy, que la mujer constituye una clase social y económica, explotada y oprimida por el hombre que, consecuentemente, se constituye en clase antagónica para ella.
Para Falcón, la realidad objetiva de las mujeres, está determinada por las facultades reproductoras de su cuerpo. “Las condiciones en que esta reproducción se ha producido siempre, la mayor fuerza física del hombre, la morbilidad de la mujer durante los embarazos y los partos, la imprescindible necesidad de lactar a los hijos para que éstos sobrevivieran disponían que la mujer realizara las tareas domésticas y agrícolas o artesanas en beneficio del hombre”
Todas estas reflexiones del feminismo radical y de los movimientos de liberación de las mujeres de los años sesenta y setenta del siglo XX llevaron a la conclusión de que el control patriarcal de la salud reproductiva había sido un firme obstáculo para el crecimiento de las mujeres. Por ello se reivindicaron los métodos anticonceptivos, así como el aborto, que en último extremo es una cuestión que atañe a la disponibilidad de las mujeres sobre su propio cuerpo.
Pero la existencia del aborto, en cuanto práctica, se remonta a muchos siglos antes. La jurista Giulia Galeotti, en su libro “Historia del Aborto”
[4] señala que el aborto ya era conocido y practicado en la antigüedad, como una cuestión fundamentalmente “de las mujeres”. El feto era considerado una especie de apéndice del cuerpo de la madre, y es más, como parte de sus vísceras. La concepción que domina toda la antigüedad en los pueblos orientales, en Grecia y aún en Roma es "Pars Viscerum Matris", es decir que el feto es parte del cuerpo de la mujer; cuestión distinta era que, dado que ella pertenecía al padre, esposo o estado, la misma condición se extendía a su vientre. En las ciudades griegas el aborto era considerado una práctica normal de regulación del nacimiento. En el antiguo Derecho Romano no hay disposiciones al respecto porque, en definitiva, tanto el aborto como la anticoncepción no significaban problemas morales en las sociedades antiguas, al ser utilizado como simple método de control de la natalidad.
Es en los escritos de los primeros cristianos cuando la cuestión del aborto aparece ligada, en primer lugar, a la ocultación del pecado sexual de fornicación o adulterio, por lo que se lo consideraba pecaminoso, y en segundo lugar, al momento en que ocurría la hominización mediante la “infusión del alma” al feto. A raíz de ello se convierte el aborto en un asunto teológico y moral, y se inicia la discusión en torno a ese momento de “hominización”; si bien, en un principio, siguiendo a Aristóteles y San Agustín, se considera que ocurre en torno a los cuarenta días en el hombre y ochenta en la mujer. No es hasta 1588 cuando el Papa Sixto V, en un intento de frenar la prostitución en Roma, declara el aborto y la anticoncepción pecados mortales, y aunque Gregorio XIV restableció el principio de la hominización tardía, en 1869 Pío IX proclama nuevamente la hominización inmediata a la concepción, según la cual el alma humana está presente desde el mismo momento en que ésta se completa.
De forma paralela al debate teológico, entre los siglos XVII y XVIII el feto adquiere su autonomía gracias a los descubrimientos científicos, y después de 1789, ingresa en la esfera pública. Luego de la revolución de 1789 en Francia, el Estado comenzó a tomar la maternidad como una cuestión pública. Diderot escribió que "un Estado es tanto más poderoso cuanto más poblado se encuentre (...), y cuanto más numerosos sean los brazos empleados en el trabajo y en la defensa". En la etapa Post Revolución Francesa, será el Estado quien decida que hay que privilegiar la vida del “futuro ciudadano, trabajador y soldado, con respecto a la de la madre", quien será castigada con severidad por abortar.
Por otro lado, en las colonias americanas el aborto era legal, y un instrumento de control de la natalidad, hasta que a finales de la década de 1880 el descenso en las tasas de natalidad de las mujeres blancas suscita la preocupación del Gobierno y los movimientos eugenistas por lo que se calificaba como “el suicidio de la raza”, lo que señala el comienzo de la legislación antiabortista
[5], de forma que en 1900 el aborto se declaró ilegal en todos los estados de la unión norteamericana.
En 1920 la antigua Unión Soviética se convierte en el primer país en legalizar el aborto, practicado en el hospital, a solicitud de la madre en el primer trimestre, seguida por Japón, que aprobó en 1948 la ley de protección eugenésica, permitiendo la práctica del aborto por una amplia variedad de razones.
Pero podemos decir que el gradual desapoderamiento de la capacidad de la mujer de decidir sobre su propio cuerpo se prolonga hasta los años 70 del pasado siglo, donde el movimiento feminista como ya hemos señalado recupera la lucha por los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres que a lo largo de la historia se había manifestado en fallidos aunque meritorios intentos
[6].
Las campañas masivas a favor del aborto fueron frecuentes en el Movimiento de Liberación de las Mujeres Internacional. En Argentina, Italia, Francia, Gran Bretaña, España, Dinamarca y otros muchos países la lucha por el reconocimiento de los derechos reproductivos de las mujeres se convirtió en vector de su agenda de actuación con graduales resultados legislativos.
Centrándonos en España, existe un importante antecedente en la reforma eugénica del aborto con el Decreto de Interrupción artificial del Embarazo de diciembre de 1936, en plena guerra civil y en el marco de la Generalitat de Cataluña. Desde una perspectiva de género tuvo un claro contenido emancipatorio con respecto al tradicional discurso (Nash, 2006). Se permitía a las mujeres controlar su mandato biológico de la reproducción no sólo por motivos terapéuticos o eugénicos sino también con base en la voluntad de autodeterminación femenina, siendo éste el factor decisivo.
La dictadura zanjó esta iniciativa y no es hasta el movimiento feminista de los años 70 en que se recuperan las reivindicaciones de las mujeres a favor de sus derechos sexuales y reproductivos. Justa Montero Corominas (2009) ha estudiado con detalle esta etapa y comienza recordándonos que por entonces el cuerpo de las mujeres sólo tenía un valor funcional: o servía para satisfacer el deseo sexual masculino, o servía como incubadora para garantizar su papel reproductor. La exigencia “sexualidad no es maternidad” recogía en pocas palabras toda una afirmación programática, y supuso el inicio de un proceso en que la exigencia de métodos anticonceptivos, el derecho al aborto, el reconocimiento del lesbianismo como opción sexual y el rechazo a la violencia sexual, marcarán distintas etapas en la lucha por la autonomía sexual de las mujeres. No se trataba de conseguir cambios legislativos y asistenciales concretos, sino de hacerlo formulando nuevos derechos: el derecho al propio cuerpo, a vivir la sexualidad y la maternidad con libertad, a decidir. El primer paso se da con la campaña “por una sexualidad libre “ que el movimiento feminista lanza por primera vez en 1977. Hasta octubre de 1978, fecha en que se despenalizan, se castigaba con arresto mayor y multa a quienes “anunciaran, informaran, vendieran o facilitaran cualquier método anticonceptivo”. La exigencia de su legalización, “libres y gratuitos” forma parte de todas las plataformas reivindicativas de aquellos años y de campañas como la realizada por la Plataforma de Organizaciones Feministas en marzo de 1977.
La reivindicación de los anticonceptivos estuvo muy ligada a la exigencia del derecho al aborto. Trescientos mil abortos realizados al año y tres mil mujeres muertas eran los datos que facilitaba la Fiscalía del Tribunal Supremo en 1974. Por otro lado, no era desconocido que las desigualdades económicas entre las mujeres resultaban fundamentales, puesto que aquellas que tenían recursos económicos podían acudir a médicos que cobraban entre 80.000 y 300.000 pesetas de la época, o viajar al extranjero.
Sin embargo no es hasta 1979 cuando salta el problema a la escena pública con el caso de las llamadas “once mujeres de Bilbao” acusadas de haber abortado. La campaña de movilización que ocasionó, con manifestaciones, actos, encierros en ayuntamientos, juzgados y colegios de médicos, manifiestos y masivas autoinculpaciones, no sólo propició una sentencia absolutoria, sino que generó una continuidad en el movimiento frente a la proliferación de juicios que se sucedieron. En diciembre de 1981 en el marco de las jornadas que organiza la Coordinadora Estatal de Organizaciones Feministas de Madrid se marca un punto de inflexión: el ideario sobre el aborto se unifica y se profundiza en su relación con la maternidad impuesta y el modelo de sexualidad dominante. Todo ello conduce a la despenalización en la reforma del artículo 417 bis del código penal llevada a cabo por la Ley orgánica 9/1985 de 5 de julio y al establecimiento de los bien conocidos tres supuestos que operan más como eximentes que como derechos.
Y es que el término “derechos reproductivos” aparece en el escenario global institucional por primera vez en el Tribunal Internacional del Encuentro sobre Derechos
Reproductivos, en Ámsterdam en 1984, como expresión del avance del pensamiento feminista en torno de la libertad reproductiva (Pimentel, 2002:156). Su precisión y desarrollo se plasman posteriormente en el Plan de Acción de la Conferencia de las Nacionales Unidas por las Décadas de las Mujeres (Nairobi,1985) y en la Plataforma de Acción de la Cuarta Conferencia de las Mujeres en Beijing (1995).
No obstante han sido constantes las resoluciones, declaraciones y acuerdos que en el plano internacional han venido destacando el derecho a la autodeterminación reproductiva libre de condicionantes y penalizaciones, en función del derecho a la integridad física de la mujer, su dignidad y su autonomía corporal. Son ejemplos de ello la Conferencia mundial del año internacional de la Mujer celebrada en México en 1975, la Resolución 60/1 del año 2005 en la que la Asamblea General de Naciones Unidas marcó el objetivo de lograr el acceso universal a la salud reproductiva para el 2015, etc. Y en el ámbito europeo, por destacar las más recientes, la Resolución sobre salud sexual y reproductiva y los derechos en esta materia (2001/2128(INI), o la Resolución 1607 del Consejo de Europa de 16 de abril de 2008. Todas ellas hacen referencia explícita a la autodeterminación de la mujer sobre su propio cuerpo en lo que concierne a la maternidad, y en el contexto del derecho humano a la salud reproductiva. Especial relevancia ha tenido la aludida Resolución 1607, en la que se subrayan las desigualdades y discriminaciones que sufren las mujeres en numerosos países en cuanto a su acceso efectivo al derecho a la IVE, de forma que se invita a los Estados miembros no sólo a despenalizarlo, sino a “respetar la autonomía de elección de las mujeres”, “suprimir las restricciones” que “de hecho o de derecho” la obstaculizan, garantizando su “ejercicio efectivo”. Fruto de ello ha sido la creciente adaptación de las legislaciones nacionales europeas a tales principios, de forma que en la mayoría de países de la Unión Europea se ha regulado la IVE mediante una ley integral que articula un sistema mixto, de plazos con indicaciones. El plazo de decisión libre para la mujer va desde las 10 semanas de Portugal a las 24 de Holanda o Inglaterra. En cuanto a los llamados “días de reflexión” o la necesidad de recibir información previa, varían igualmente, si bien la tendencia general es la de que tales requisitos aparezcan en todo caso inspirados por el necesario respeto a la libertad de la mujer y su autonomía de voluntad.
En este contexto se plantea en el año 2009 la regulación en términos legislativos de la IVE en España, en el marco de la salud sexual y los derechos reproductivos. No sólo, como decimos, procede esta norma de las iniciativas internacionales y europeas ya citadas, sino de los problemas y disfunciones que la regulación hasta ahora existente venía ocasionando. Al tratarse sólo de una despenalización del aborto en los conocidos tres supuestos, mediante la modificación de los artículos del código penal, se había generado inseguridad jurídica tanto a las mujeres que se sometían a un aborto como a los profesionales. Un ejemplo de ello ha sido el “caso Isadora”, impulsor en cierto modo de la nueva ley, y que recientemente ha sido archivado por el juzgado de Instrucción competente. Recordemos brevemente que un juez admitió a trámite en principio una denuncia por presuntas irregularidades en la gestión de residuos de la clínica. La Guardia Civil acudió a los domicilios de 25 mujeres que habían abortado allí después de que el juez ordenara que declararan como testigos. En muchos casos, ni sus propias familias sabían que se habían sometido a un aborto. La causa se archivó finalmente por falta de cualquier indicio de culpabilidad.
Pero volviendo al tema que nos atañe, y con independencia de los inconvenientes que presentase la reforma precedente del código penal en su aplicación, lo cierto es que el proyecto de Ley Orgánica de Salud Sexual y Reproductiva y de Interrupción Voluntaria del Embarazo implica un tratamiento del tema desde un punto de vista completamente distinto. Por primera vez se protegen y garantizan los derechos relativos a la salud sexual y reproductiva de manera integral. Pensemos en que, como ya hemos avanzado, la reforma del Código Penal del año 1985 venía a configurar la IVE mas como una circunstancia eximente de un delito en supuestos muy determinados que como un verdadero derecho de la mujer, con el alcance que se le quiera dar, y dejando de lado la amplitud con que se llevó a la práctica.
El nuevo proyecto de Ley Orgánica aborda la cuestión desde cuatro aspectos relevantes:
-Una clara inspiración en las corrientes legislativas, jurisprudenciales y doctrinales que tanto en el nivel internacional como en el europeo se han sucedido en los últimos años, y el consiguiente propósito de acercar la legislación de nuestro país a tales regulaciones.
-La voluntad de poner fin a la inseguridad jurídica de la mujer embarazada, tal como dispone la Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 20 de marzo de 2007, así como acabar con el problema social de los abortos clandestinos que ponen en grave riesgo la vida y la salud de las mujeres.
-Plantea la regulación de la IVE en términos estrictamente jurídicos que atienden a los derechos fundamentales intervinientes a lo largo de la gestación. La sentencia del Tribunal Constitucional 53/1985 definió en su día la vida humana como “un devenir, un proceso que comienza con la gestación, en el curso de la cual una realidad biológica va tomando corpórea y sensitivamente configuración humana” precisando que este “continuo sometido por efectos del tiempo a cambios cualitativos” tenía un inequívoco “reflejo en el estatus jurídico público y privado del sujeto vital”. Esto es, a lo largo de ese proceso los derechos fundamentales de la madre a su salud, libertad y capacidad de disposición sobre su propio cuerpo se estiman prevalentes sobre el derecho a la vida del nasciturus durante aquel período en que la doctrina científica así lo fundamenta. Estimamos no obstante, que el criterio determinante debería ir en la línea de la sentencia del Tribunal Supremo norteamericano Roe v. Wade (1973), según la cual el aborto es un derecho constitucionalmente garantizado a la mujer; derecho cuyo fundamento último se hallaría en la «privacy» o intimidad: decidir si continuar una gestación formaría parte de ese recinto de cuestiones esencialmente privadas, en las que nadie está autorizado a inmiscuirse. A fin de cuentas la exposición de motivos de la LO señala que “la tutela del bien jurídico en el momento inicial de la gestación se articula a través de la voluntad de la mujer, y no contra ella”.
-La regulación de la IVE se enmarca asimismo en el derecho a una educación sexual adecuada donde se promuevan la igualdad entre sexos, el respeto a la diversidad sexual y la prevención de embarazos no deseados.
Y no debemos olvidar que todo ello obedece a la lucha del movimiento feminista que desde los distintos ámbitos, académicos, políticos-sociales, jurídicos, viene reivindicando históricamente, entre otros, los derechos de la mujer en lo que se refiere a su salud sexual y reproductiva.
El proyecto de ley no establece tanto un derecho al aborto cuanto un derecho a decidir sobre el aborto, que en último término es un derecho a decidir sobre el propio cuerpo. Cuando antes se partía de un delito no castigado en tres supuestos, ahora los dos derechos fundamentales inician juntos un camino en el que la preponderancia de uno sobre otro va evolucionando a tenor de los cambios biológicos del feto y su consecuente implicación jurídica.
Esta iniciativa legislativa ha recibido réplica en algunas Comunidades Autónomas como la Valenciana, con la llamada “Ley de Protección a la Maternidad” (Ley 6/2009 de 30 de junio). El propio título de la norma nos suscita una pregunta. ¿Frente a qué debe protegerse la maternidad en nuestro país? ¿Se encuentra la mujer española embarazada en peligro por el mero hecho de estarlo?
De acuerdo con Kevin Watkins, Profesor de la Universidad de Oxford y director del “Informe de Educación para Todos en el Mundo” de la UNESCO, en su artículo Con un pie en la tumba
[7] :“Mas de medio millón de mujeres en países en desarrollo mueren cada año durante el embarazo o el parto (…) Un tercio de las muertes maternas se podrían evitar dando acceso a la planificación familiar y a instalaciones seguras (…) Mientras que en Gran Bretaña una de cada 5.100 mujeres corre el riesgo de morir durante el embarazo, en África Subsahariana las probabilidades son de 1 entre 22”.
El texto legal que estudiamos ¿trata de proteger a la mujer frente a la mortandad derivada del embarazo? ¿Frente a las desigualdades ocasionadas por la pobreza? ¿Frente a las desigualdades de género? ¿Se trata quizá de asegurar la posición jurídica y económica de la mujer a lo largo de todas aquellas etapas de su vida en que ejerza como madre? El análisis de esta ley acabará dándonos la respuesta.
De conformidad con los criterios hermenéuticos que nos proporciona el apartado primero del artículo tercero del Código Civil, para interpretar esta norma debemos acudir al contexto y los antecedentes históricos y legislativos de su elaboración. En parte ya nos hemos referido al primero al relacionarlo con la tramitación del proyecto de Ley Orgánica. No obstante el origen formal de la norma parte, como se expresa en su exposición de motivos, de una iniciativa legislativa popular de ochenta mil habitantes de la Comunidad Valenciana. Se trata básicamente de la Fundación Red Madre, compuesta por un grupo de asociaciones de asesoramiento a embarazadas impulsadas en 2007 por el Foro Español de la Familia. La Red Madre ha ido recabando firmas en todas las comunidades autónomas para pedir a las Asambleas regionales que elaboren normas de apoyo a la maternidad de acuerdo con sus propuestas. Es llamativo el hecho de que en el texto de la iniciativa legislativa popular no se promueve un servicio público para las embarazadas, sino “una red solidaria de ayuda” que estaría integrada por ONGs privadas que desde hace años se dedican a esta labor de asistencia.
Pasando a analizar la ley, destaca en su preámbulo la afirmación de que se apoya la misma en el derecho de la mujer “a llevar adelante su gestación” y “a ser informada de ese derecho”. Además “se subraya el derecho a la vida en formación” y el de los hijos “a desarrollarse en un ámbito familiar alternativo al biológico cuando éste sea imposible”. Dos aspectos nos llaman de inmediato la atención. La condición jurídica de madre se posee en tanto en cuanto se den algunas de las causas que establece el ordenamiento para ponerle fin como el fallecimiento o la incapacitación con pérdida de la patria potestad. Quiere esto decir que en principio una mujer es madre durante todo el tiempo en que vivan tanto ella como su descendencia; sin embargo la ley nos dice que se trata de proteger únicamente el período de gestación, lo que de por sí entra en contradicción conceptual con el título. Por otro lado ¿cuáles son las causas que determinan la imposibilidad de ejercer como madre? Continuemos examinando la ley:
El artículo primero nos habla de que la finalidad de la misma es proteger la vida en formación. El tercero establece como principios rectores el de la dignidad de la gestante (insistimos, no de la madre), así como el mencionado derecho a la crianza en un ámbito familiar alternativo. Tales principios se señalan asimismo en el artículo quinto como directrices de aplicación transversal en las políticas sociales del gobierno valenciano. De este modo se configura claramente la posición de la mujer en relación con su cuerpo: aparece como mera portadora biológica de un ser cuyos derechos prevalecen sobre los suyos desde el momento de su concepción y que resulta el centro y el fundamento de toda la regulación. Y ello sin alusión a otros antecedentes legislativos, doctrinales o jurisprudenciales que la propia y precedente Ley de la Generalitat de Protección Integral de la Infancia.
Estos criterios se llevarán a la práctica a través de un sistema que desarrolla la ley en los siguientes artículos. En primer lugar, todo el aparato administrativo se configura para su defensa y aplicación a través de: un código de buenas prácticas que promueva estos valores (Art.6), la coordinación interadministrativa (Art. 8) y la difusión y colaboración con las entidades locales (Art.9). Frente a la férrea y disuasoria regulación de la confidencialidad que aparece en el proyecto de ley orgánica estatal, es llamativo que el artículo siete de esta ley disponga: “las administraciones públicas podrán cederse los datos de carácter personal necesarios para proporcionar a las madres una cobertura integral de sus necesidades”.
La vaguedad y amplitud de estos preceptos (deficiencia que se repite a lo largo de todo el texto) suscita igualmente motivos de inquietud: si las políticas sociales, de ayudas, subvenciones, etc. han de estar inspiradas por los supremos valores de la norma ¿estaremos creando dos categorías de mujer, la buena madre que lleva a término su gestación y la mala mujer que no lo hace? Pensemos en dos aspirantes a cualquier tipo de ayuda social, ambas ya madres, pero una que ante su nuevo embarazo ha recurrido a la IVE y otra que lo lleva a su término con independencia de la posterior crianza. ¿Tendrá una de ellas preferencia con respecto a la otra? ¿Estará habilitada la administración otorgante para recabar sus datos personales con vistas a tomar la decisión? La disposición adicional única es clara a este respecto: se priorizará a la mujer gestante con carácter preferente en “los servicios sociales, la educación, la sanidad, la vivienda, los transportes y el empleo”.
A partir del artículo décimo, la ley regula el que sin duda resulta aspecto más sorprendente y polémico de su concepción de la protección a la maternidad. Y es que en realidad todo este sistema se va a articular en estrecha colaboración con entidades privadas de “interés general que se comprometan a ofrecer apoyo, asistencia y asesoramiento a la mujer gestante en el sentido previsto en la presente ley” a las que se prevé subvencionar y prestar asistencia técnica (Art.10). Por otro lado se crean “centros de atención a la maternidad” de titularidad pública pero con dos llamativas peculiaridades: la primera que para su creación y actividad se podrán establecer “los protocolos que se consideren convenientes”; y que la Generalitat “podrá concertar el desarrollo de las labores de información, apoyo y asistencia en entidades privadas sin ánimo de lucro que tengan esos mismos fines, bien para la creación de estos centros, bien para apoyar a otros centros existentes”. La ley es elocuente en este extremo: la intervención pública a favor de la mujer gestante se realizará a través de entidades privadas con presencia en unidades o dependencias de carácter público. Tal uso con fines particulares –pues no olvidemos que lo único que se les exige es que sean coincidentes con los de la ley, pero no olvidemos que estas entidades en su nacimiento tienen carácter exclusivamente privado- del dominio o los bienes patrimoniales de carácter público resulta ya de por sí discutible, pero más aun lo es la confusión y la inseguridad jurídica que pueden generar en las mujeres, puesto que nunca podrán distinguir demasiado bien si a ella se dirige un funcionario, una autoridad pública o sanitaria o bien un ciudadano situado en el mismo nivel jurídico que ella; situación que se agrava con la previsión expresa de las llamadas “redes de voluntariado” a las que se atribuyen labores asistenciales con respecto a la mujer gestante. En añadidura, de acuerdo con el artículo diecisiete, en los centros asistenciales y sanitarios de la Generalitat “sea cual sea su titularidad” se informará de la asistencia y funciones de estos centros y de la forma de ponerse en contacto con ellos.
En cuanto a la información propiamente dicha se refiere en principio a toda aquella “necesaria y útil ante el embarazo y para proteger su maternidad”, en especial las ayudas económicas. No es posible precisar mas por cuanto “el contenido de esta información vendrá recogido en los protocolos que se elaboren a tal efecto”.
El artículo dieciséis profundiza en estos extremos: los centros de atención efectuarán “un análisis de la situación socio-económica y de las circunstancias personales de la mujer gestante para evaluar la posibilidad de ser beneficiaria de ayudas y prestaciones, tanto durante el embarazo como después de producirse el nacimiento”. A este respecto la única certeza con que cuenta la mujer embarazada es que si tiene menos de dieciocho años tendrá derecho a la renta garantizada de ciudadanía (Art. 26), y por otra parte que a efectos de ayudas sociales el feto cuenta como uno más de la unidad familiar desde el mismo momento de la fecundación. El resto dependerá de cada ayuda, de cada requisito, etc. ¿Nos encontramos entonces ante la imposibilidad a que nos referíamos en el preámbulo? Esto es, una menor de edad embarazada puede recibir una evaluación negativa –a cargo, recordemos de una entidad privada- en cuanto a sus posibilidades socio-económicas, pero lo cierto es que durante la gestación sí que recibirá al menos la renta garantizada. ¿Y después? La respuesta nos la ofrece el capítulo IV titulado “del apoyo a la crianza y a las medidas de protección de menores”, concretamente el artículo treinta y tres: “de la búsqueda de alternativas familiares a la protección de menores”. En el lapso entre los mencionados artículos (16 y 33) la gestante ha desaparecido ya en cuanto a sujeto de protección y pasa a serlo el menor. Una evaluación socioeconómica desalentadora será compensada por la feliz posibilidad para el menor de formar parte de una familia con mejor situación económica por medio de los mecanismos del acogimiento o la adopción. Hasta entonces, insistimos en que la ayuda sí que está garantizada. O, en palabras de María José Torres, profesora de ética clínica de la Universidad Católica de Valencia: “en un primer momento es duro pero se quedan tranquilas porque han dado vida”
[8].
A la vista de este texto legal, y más allá de su incardinación en el ordenamiento jurídico español -pues parece evidente que se opone no sólo a la Constitución sino a la futura Ley Orgánica que regulará la IVE, cuestión que excede de este análisis-, cabe preguntarse acerca del modo en que configura a la mujer con respecto su propio cuerpo. En este sentido no es aventurado afirmar que supone un reinstauración de la servidumbre reproductiva y las imposiciones patriarcales denunciadas y combatidas por el movimiento feminista, y superadas en buena medida tanto por la legislación nacional e internacional como por la interpretación que de la misma han realizado los altos tribunales en numerosas instancias. Sin apoyo en doctrina o jurisprudencia alguna la ley valenciana eleva al nasciturus a una categoría jurídica preferente a la de la mujer desde su misma concepción y subordina a ésta a una mera función de portadora del feto para su entrega a la sociedad. La norma no protege la maternidad, pues únicamente se ocupa del período de gestación, en el cual se subvenciona a la embarazada, se le permite incluso, si es menor de edad, seguir el curso escolar en casa, se la somete a un sistema informativo carente de cualquier garantía pública -a través de entidades privadas, asociaciones, voluntariado…-, y a una evaluación socio-económica con la finalidad: primero, de que lleve el embarazo hasta su fin; y segundo, de que si esa evaluación concluye en su imposibilidad para la crianza, se entregue el hijo en adopción. Todo ello reforzado con una implicación establecida por ley de todas las administraciones intervinientes, un código ético y una transversalidad que en la práctica obligarán a los profesionales sanitarios a asumir y ejercer como propios los valores morales que, insistimos, ajenos a la doctrina constitucional, inspiran la norma.
En definitiva, el proyecto de ley orgánica estatal y la norma de la Comunidad Valenciana sitúan a la mujer en muy distinta posición en relación con la sociedad y con su propio cuerpo. La primera residencia la decisión sobre interrumpir el embarazo en su propia voluntad, tras una información ajena a cualquier interferencia en la misma. La IVE aparece así como una mera posibilidad a ejercer o no, posibilidad que desde el punto de vista de la regulación jurídica no conlleva valoración alguna, y menos aún restringe la posibilidad para la embarazada de dirigirse a los poderes públicos para obtener información complementaria acerca de las ayudas que le corresponden. El segundo texto legal, por el contrario, implica que el proceso de toma de decisión ha de ser compartido con un sector concreto del espectro social: el que representan las organizaciones defensoras de “el derecho a la vida”. No es difícil imaginar el efecto que esto puede comportar en la mujer cuando deba afrontar la toma de decisión ante un embarazo no deseado.
En 1985 la escritora Margaret Atwood planteó en su novela “El cuento de la criada” una distopía en la que determinadas mujeres de la escala social se veían reducidas a meras siervas reproductivas en aras no sólo de criterios eugenésicos, sino de una moralidad impuesta desde el orden público. Afirmar que con este tipo de leyes nos encontraríamos ante un supuesto similar sería una exageración, pero no lo es manifestar nuestro rechazo a cualquier norma que pueda provocar un retroceso en los derechos de las mujeres que, aun vagamente nos recuerden a esa distopía.
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[1] Definición formulada en el VI Congreso estatal Isonomía sobre igualdad entre mujeres y hombres. "
Miedos, culpas, violencias invisibles y su impacto en la vida de las mujeres: a vueltas con el amor" , septiembre de 2009 en su conferencia “Del Marques de Sade a las maquilas”
[2] Amorós, Celia, “La dialéctica del sexo” de Shulamith Firestone: modulaciones feministas del freudo-marxismo”, Historia de la teoría feminista, Volumen II, publicación coordinada por Celia Amorós, Instituto de Investigaciones Feministas de la Universidad Complutense de Madrid y Comunidad de Madrid, Minerva Ediciones, 2005.
[3] C. Delphy, “El enemigo principal”, incluido en Por un feminismo materialista. El enemigo principal y otros textos, Madrid, LaSal, 1982, páginas 11-28.
[4] Galeotti, Giulia, 2004, “Historia del Aborto”, Buenos Aires, Ed. Nueva Visión.
[5] Reagan, Leslie, “When Abortion Was a Crime: Women, Medicine and Law in the United States, 1897-1973”, 1997, Berkeley, University of California Press, 1997. Luker, Kristin, “Abortion and the Politics of Motherhood”, 1984, Berkeley, University of California Press.
[6] Como el movimiento intelectual La Querelle des femmes, surgido en la Europa feudal tardía en fecha incierta, aunque se encontraba ya formado en el siglo XIV. En él participaron tanto hombres como mujeres, aunque la figura que le dio forma definitiva y contenido feminista fue Christine de Pizan (1364-1430). Se convirtió en un fenómeno internacional que perduraría hasta la Revolución Francesa. De acuerdo con Mª-Milagros Rivera, en lo que atañe al cuerpo, las autoras de la Querella de las mujeres tuvieron que hacer frente a un corpus inacabado de obras que sostenían que el cuerpo de la mujer era inferior y aborrecible, debía ser sexo y, por lo tanto, abstenerse de hablar en público. Un tópico, el de la mujer como hombre defectuoso, que había formulado ya Aristóteles en su De generatione animalium y al que siguieron filósofos y teólogos innumerables. Las pensadoras de la Querella de las mujeres (en España, desde Teresa de Cartagena a Isabel de Villena) no se limitaron a rebatir ese argumento; además de escribir y participar en las tertulias y en los debates públicos sobre el tema de la dignidad de las mujeres, introdujeron en sus obras una línea argumental referida a la sexualidad femenina. Al lanzarse a hablar públicamente desde la experiencia de su ser de mujer —como decía Christine de Pizan—, las mujeres de la Querella empezaron a penetrar en uno de los terrenos que el discurso masculino les había tradicionalmente vedado como especialmente peligroso: el del cuerpo femenino. Como ya demostró Michel Foucault, el discurso sobre el cuerpo es un discurso que debe hacerse desde el poder”. Y era evidente que estas audaces mujeres no lo tenían.
[7] Diario Público, 1 de mayo de 2009.
[8] Diario Público, 8 de junio de 2009